Abel Pichardo
Durante mis primeros años como cristiano, aprendí muchas cosas sobre Jesús, sus hazañas, sus milagros, su sabiduría, su santidad, sobre todo y en general todas esas cosas que nos hacen admirarle, que nos hacen verlo como a un gran héroe y gran ejemplo al cual seguir, y lo es. Sin embargo, de alguna manera y al mismo tiempo contrastándolo con nuestras realidades, nuestras historias y nuestras vidas, nos deja una ligera (por decir lo menos) y extraña sensación de que es en cierto sentido inalcanzable, difícil de llegar a su estándar y que siempre estaremos por debajo de sus méritos.
En mi caso, fue inevitable observar a Jesús como una figura más divina que humana, por las mismas razones anteriores, por lo asombroso de sus hechos y porque no tienen aparente relación con nada humano que he observado a lo largo de mis años. Y fue justamente esa óptica que siempre me mantuvo distante de él, siempre en la lejanía, anhelando que un día mientras más me informaba sobre asuntos de fe, por arte de magia pudiera parecerme a él o por lo menos más cerca de eso.
Hablando de la santidad de Jesús, no es muy difícil afirmar y aceptar que Jesús fue un hombre santo. Sin embargo el entendimiento tradicional que aprendí sobre la palabra santidad, “ser apartado o separado” no me instruyó demasiado, a lo máximo que fui motivado fue a trabajar duro para el ministerio, esforzarme por tener una vida piadosa, a tratar de guardar compostura y apariencia en determinadas situaciones o a tener un “buen testimonio”. Tal como lo expresé en el artículo anterior (Espiritualidad para la vida real), todo eso solo constituyó en un ingrediente esencial para mi propio desastre, frustración e insatisfacción con mi propia vida de esfuerzos, sin lograr “nunca” lo que se suponía que debería. A esto lo he llamado una santidad des-humanizada.
Des-humanizar la santidad, en el sentido de que es algo que de hecho somos y vivimos dentro del marco de nuestra naturaleza humana, ha tenido graves consecuencias a nivel personal y temo decir que a nivel general en la vida de nuestro amado cristianismo y nuestras iglesias. Porque no podemos, no debemos hablar de santidad sin hablar de formación humana. ¿Cómo es esto? En el artículo anterior mencionamos como Dallas Willard nos ofreció una fabulosa perspectiva sobre la espiritualidad: “es la calidad integral de la vida humana como fue prevista”. En otras palabras es la restauración de nuestra humanidad original, como lo implica Pablo al instarnos a conformarnos a la estatura de Cristo, el cual es imagen de Dios, el cual posee intacto el diseño establecido cuando fue dicho “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”.
Es decir, que el propósito de Dios en el principio fue que viviéramos vidas abundantes, que viviéramos vidas del reino, no es algo novedoso que proviene de las palabras de Jesús en el nuevo testamento, siempre ha sido el propósito para la creación, vivir el reino de Dios y su justicia. La cruz de Cristo es la maravillosa continuación de ese gran proyecto divino.
Analizando las palabras de Jesús “id y haced discípulos a las naciones”, nos podemos percatar qué, al ser verdaderamente discípulos de él, verdaderos aprendices del hombre cuya santidad, más que de cualquier otra cosa estuvo fundamentada en su genuina y legitima humanidad, en la preservación de su estado original, una humanidad intacta, completa, saludable en las esferas de la existencia espiritual, pero también material, sin negar en ningún momento su naturaleza divina.
Si lográramos re-leer y re-entender las palabras “id y haced discípulos…” como “id y haced verdaderos seres humanos (como yo lo fui) de todas las naciones de la tierra” el cristianismo y la espiritualidad serían mucho más significativos para la vida hoy día. Es por eso, que la verdadera espiritualidad ha de ser humana, real, completa, fundamentada en lo que Dios diseño en un principio.
La espiritualidad funciona para la vida real, no solo para la vida “espiritual”.