José Miranda

Estaba buscando ampliar mi horizonte espiritual, anhelaba tener nuevas prácticas, leía libros, escuchaba experiencias, pero estaba bloqueado, no podía salir de lo conocido y cómodo que realizaba… y lo dejaba a un lado, lo alargaba, simplemente empezó el cansancio, el adormecimiento, el sueño… Hasta que una noche antes de acostarse mi hijo, mi pequeño, me dijo casi gritando y emocionado: “papí, papí, ¿cuándo puedo despertar de madrugada para ver la salida del sol? Quiero verlo”, me sorprendí un poco,  y respondí, “mi amor, ya vamos a ver, un día de estos…” oramos y se acostó a dormir. Pero sus palabras quedaron en mi mente, las analizaba “adecuándolo” al lugar donde vivimos, y la pregunta era ¿qué puede ver aquí en la ciudad, todo está iluminado, lo que se logra ver es apenas algunos pequeños lugares?, y lo único que se ocurrió fue llevarlo a algún sitio del campo donde pueda contemplar la salida del sol, pensaba en la casa de papá, en un lugar turístico donde ir en familia, y otras alternativas más, pero luego era ¿cuándo?… Al acostarme, esa misma noche recordé mi niñez, la vida en el pueblo, los juegos en la arena, las carreras entre los cañaverales, las caminatas en el campo, los baños en la acequia, las salidas del sol desde el jardín de casa, y al atardecer el ocaso, esos recuerdos me hicieron sonreír y agradecido a Dios por lo que había disfrutado, me quede dormido.

A la mañana siguiente, aun de madrugada, caminando entre las calles iluminado por los postes de alumbrado, mire hacia el cielo, ese día la luna estaba redonda, grande, blanca, parecía un disco al que podía coger con la mano, y a pesar que saber que no tiene luz propia, iluminaba el camino por donde iba, fueron segundos o quizá un minuto absorto con la mirada fija en el satélite blanquecino; luego como un rayo vino a mi mente “los cielos cuentan la gloria de Dios y el firmamento anuncia las obras de sus manos…”  y mis sentidos no pudieron dejar de mirar, dejar de admirar, y saborear una gran verdad que a pesar de tenerlo siempre ante mis ojos, había estado ciego, vendado, pero ese vendaje cayó, y nuevamente pude disfrutar y contemplar las maravillas de la naturaleza, las bellezas que Dios creó para mí, para nosotros… mi espíritu se conectó de una manera especial con nuestro Creador, y una paz que no había sentido en tanto tiempo inundó mi alma, comencé a cantar “Señor mi Dios, al contemplar los cielos, el firmamento y las estrellas mil…mi corazón entona la canción, cuán grande es ÉL, cuán grande es Él…” ese cántico, recobro sentido para mí, era un tiempo de adoración, de rendición y reconocimiento de mi ser a Dios, realmente el corazón cantaba y aceptaba la grandeza de Dios, fue un momento místico; un instante en el cual, el cuadrante de mi vida cambio, ese tiempo se ha vuelto parte importante de mi vida…

Había estado buscando ensanchar mi horizonte espiritual sin éxito, pues yo mismo estaba saboteándome, pero Dios a través de mi hijo, me hizo recordar, para posterior mostrarme, que no era buscar un tiempo, un lugar; sino, que donde quiera que este y donde quiera que dirija mi mirada, todo, todo, absolutamente todo, nos muestra el gran Creador que es, su gloria, su bondad, su amor y es lo que debemos nosotros cada día reflejar a nuestros seres queridos, nuestra familia, amigos y a los demás…

Me gustaría que puedas experimentar la contemplación, pero no depende de mí, ni de mi experiencia, pues para cada uno es diferente… pero ¿te atreverías a practicarla?